El primero es de amplios horizontes: “No se puede ocultar una ciudad situada en lo alto de un monte” (Mt 5, 14). La ciudad es el lugar de la vida ampliada, del entorno social y las relaciones políticas. Una ciudad iluminada es como una luz que llega de lejos. Desde un monte se divisa esa claridad como un halo en medio de la oscuridad, es así el resplandor que orienta en el camino e ilumina a las gentes.
Estas dos parábolas nos hablan de dos dimensiones propias de la vida de cualquier persona. Uno es el hombre que emprende proyectos, mira el mundo como un campo en el que trabajar y sale a iluminar los caminos en los cuales se cruzan los hombres, que observa el horizonte y se siente llamado a ir más allá.
Pero es el mismo hombre el que necesita recogerse y ser apoyado e iluminado por los suyos. La familia tiene su propia luz que el hombre necesita, aporta algo que nada puede sustituir, la seguridad de una intimidad.
Es la intimidad del hombre la que actualmente sufre a causa de la cultura en la que vivimos. Se ha hecho frágil en cuanto ha abandonado el hogar y se ha vuelto más incapaz de construirlo. El “hombre interior” necesita robustecerse por la referencia a una paternidad que le precede. Así S. Pablo invoca: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, qué seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior” (Ef 3,14-16).
La fragilidad del hombre interior produce su fragmentación. Un espejo fragmentado produce muchas imágenes pero carece de unidad. Respecto de la familia se multiplican los modelos que toman de la auténtica familia muchas semejanzas, pero e pierde la visión unitaria. Así la verdadera familia queda oscurecida en la ambigüedad. Se ha roto la unidad de esa luz que alumbraba al hombre en su intimidad.
“Enciende esa luz en tu corazón, para no morir de frío en esta sociedad deshumanizada”
(del libro “El Corazón de la familia” de Juan José Pérez-Soba)
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