Después de un día tan largo, se queda María ensimismada contemplando a su hijo… ¡Cuántos recuerdos recientes se agolpan en su mente y en su corazón!
Ella sola con su hijo que acaba de nacer. Ahora se queda sola. Todos los que han venido a verles ya se han ido.. y ahora se queda sola. José tiene que dormir. ¡Está tan cansado de estos días, de un lugar a otro! ¡Mi buen José!
María ha reclinado al Niño en el pesebre. Y en su corazón palpitaba este pensamiento:
- ¿El Mesías, libertador de Israel, en un pesebre?
Mirando hacia las estrellas se pregunta:
- ¿Es esto lo que anunciaba el Ángel? ¿Es éste el Mesías, mi Señor?
Esa sensación de que este niño desprendido de su carne que le da como a toda madre una sensación de dominio y posesión sobre aquella vida que está en al cuna. ¡Y un niño suyo!
Y María se queda ensimismada contemplando a su hijo, pues todo niño es siempre un poco niño-dios para su madre. Todas las madres le rezan siempre, -un poco- a su niño. Hay una letanía –Rey mío, Lucero, Sol– que es instintiva antes de ser litúrgica. Todo esto se parece a un acto de adoración. Pero no. La oración se hace hacia arriba, levantando la cara hacia el altar, hacia Dios. Aquello era un mirar al Niño en la cuna, de arriba a abajo. No se adora de este modo. En lo más recóndito, aquello era -más bien- un acto de amor de una madre con hijo.
Versión libre de una estampa literaria de José María Pemán
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