1.10.08

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Evangelio: Marcos 14,12-16.22-26)

P. Cristóbal Sevilla
"Esto es mi cuerpo. Ésta es mi sangre"
El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?" Él envió a dos discípulos, diciéndoles: "Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: "El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?" Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena." Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua. Mientras comían. Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: "Tomad, esto es mi cuerpo." Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo: "Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios." Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.

Las palabras de Jesús en la última cena con sus discípulos han sido fielmente transmitidas por la tradición de los evangelios y por San Pablo (1 Corintios 11,23-27). Cuando Jesús las pronunció, los discípulos ya le habían visto partir el pan y pronunciar la oración de acción gracias en varias ocasiones. Lo que ocurre es que ahora Jesús dice que ese pan partido y ese vino son su cuerpo y su sangre. Y esto quedó grabado no sólo en la mente de aquellos testigos, sino también en su corazón. De tal manera que después de la resurrección ellos tenían claro que debían seguir reuniéndose para compartir el pan que era Jesús resucitado siguiendo su mandato.

Meditar este texto supone preguntarnos por nuestra relación con Jesús resucitado a través de la eucaristía. En ella, los cristianos estamos llamados a vivir lo que realmente celebramos y adoramos:

-Discerniendo el cuerpo de Cristo. Es decir, siendo conscientes del pan que compartimos, y de la gracia que recibimos cuando comulgamos (1Corintios 11). Lo que San Pablo quiere decir es que en el sacramento del pan eucarístico, cuerpo real del Señor resucitado, encontramos una enseñanza para nuestras vidas, para nuestros cuerpos y para la relación que cada uno de nosotros tiene con el propio cuerpo. Precisamente cuando no se tiene un discernimiento del cuerpo del Señor, no se consigue tener un discernimiento sobre el propio cuerpo y su significado: no sentimos nuestro cuerpo en su unidad profunda con nuestro espíritu, con nuestra alma. Tenemos muchas veces una relación equivocada, debido a una superficialidad de lectura, o a una esquizofrenia de comportamiento. Somos incapaces de comprender y de asumir espiritualmente lo que el cuerpo del Señor representa y actualiza en el corazón de la Iglesia que es la eucaristía. Esta incapacidad de acogerse uno a sí mismo en verdad provoca deterioro y enfermedad. Si fuéramos capaces de comprender lo que significa que el cuerpo del Señor entra en nuestro cuerpo, entonces seriamos capaces de una lectura sobre nosotros mismos en la verdad, una lectura ante el Señor, y así responderemos a la vocación que cada uno de nosotros llevamos escrita en nuestro propio cuerpo, y que no es otra que la de ser hijos de Dios. Tenemos la ayuda imprescindible del sacramento del perdón o confesión para vivir esta relación.
Cuando vivimos esto somos conscientes de la dignidad de toda persona humana y por eso procuramos no pasar de largo ante los que sufren, ante los más necesitados. Hoy es necesario ejercer la caridad cristiana con tantos necesitados por la crisis económica que estamos viviendo.

-La eucaristía, una escuela de Jesús. Esto nos tiene que ayudar a entender desde la fe que es Jesús quien está presente en la Eucaristía, quien nos invita, y quien alienta nuestra fe, con su palabra y con su pan de vida. Nos enseña que no hay que separar a Jesús de su Palabra, ni de su cuerpo y sangre, del mismo modo que no hay que separar a Cristo del Padre y del Espíritu Santo. Esta unión nosotros la vivimos en la Eucaristía. Por eso es importante que junto a la devoción eucarística y sin separarla de ella fomentemos en nuestras parroquias y comunidades la “lectio divina” de las Escrituras, tal como nos recuerda el Concilio en la Dei Verbum: “Todos los cristianos aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3,8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo”

-Vivir la experiencia del cenáculo: en actitud de adoración e intercesión. En la escuela de María, pues ella supo reunir a los apóstoles en una oración unánime (omozumadón) en el Cenáculo. Nos podemos imaginar el hondo sentimiento de fe de María cuando escuchó de boca de Pedro y de los demás apóstoles las palabras de la Eucaristía, en aquellas primeras reuniones de la Iglesia apostólica.
Nuestras eucaristías tienen que recordar el cenáculo, ese lugar en donde Jesús celebró su última cena, y en donde después se encontraron con él, resucitado. El lugar en donde recibieron la unción del Espíritu. Nuestra actitud debe ser como la de aquellos hombres y mujeres reunidos en el cenáculo, oración y adoración, es decir, buscando el encuentro con Cristo resucitado, y pidiendo por el mundo: por la paz, por la unidad, por la justicia... pedimos que el cuerpo de Cristo nos convierta a toda la humanidad en un solo cuerpo.

Hagamos hoy la oración, como si estuviéramos en el Cenáculo:

“Señor Jesús, estamos aquí adorándote,
porque tú eres nuestro único Señor y nuestro verdadero maestro.
Sabemos que tú estás presente, alimentándonos con tu palabra y con tu pan de vida.
Que sepamos siempre discernir tu cuerpo,
como alimento y medicina para nuestros cuerpos y nuestras almas.
Y que tu Espíritu nos una en un solo cuerpo la Iglesia que tú quisiste,
para que así podamos dar al mundo el testimonio de la verdadera unidad”. AMÉN.

En este Cenáculo, contemplamos esta verdad que hemos meditado: la eucaristía es fuente de vida cuando tratamos de vivir lo que celebramos. Por eso, contemplamos a Cristo resucitado como pan de vida.

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