“Juntos rezan, juntos se postran, juntos ayunan; mutuamente se instruyen, mutuamente se exhortan, mutuamente se corrigen; inseparables en la Iglesia de Dios, inseparables en la mesa divina, inseparables en las penas, en las persecuciones en las alegrías. No tienen secretos entre ellos, el uno no cansa al otro, el uno no es de peso para el otro. Son libres visitando a los enfermos, socorriendo a los necesitados. Hacen limosnas sin ansiedad, asisten al Sacrificio sin angustia, observan diariamente sus deberes religiosos sin impedimentos. No deben hacer el signo de la cruz a escondidas, saludar a los hermanos de fe con miedo, invocar a Dios con boca cerrada. Resuenan entre ellos salmos e himnos y compiten para ver quien canta la mejor alabanza a Dios. Cristo que ve y escucha todo esto, se goza y les dona su paz. Donde están dos, está también Él, y donde está Él, no hay malicia”
(Tertuliano, Ad uxorem, 2,9; S. III).
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